El ternero

Fabrizio I. Mariaca Gonzáles

Como los tiempos no eran los mejores y las wawas debían seguir comiendo y estudiando, sin contar la media suela que requería urgentemente mi calzado para seguir peregrinando en busca del sustento diario y las dos medidas más de anteojos necesarias para continuar devorando convocatorias de trabajo, impaciente hacía antesala para una entrevista que finalmente mi aventajado currículum había agenciado. Menos mal que los años de estudio, los postrados, las publicaciones, el esfuerzo, las privaciones, los idiomas y la experiencia de vez en cuando rendían su fruto.

Era el último de tres personas que esperaban para ser entrevistados, en una tensa espera que se agudizaba porque ni siquiera podía darme el lujo de cruzar las piernas, por no dejar en evidencia los poco desdeñables agujeros en mis zapatos que permitían visualizar incluso el color, el diseño y hasta la calidad de mis medias.

En la pared de la oficina donde esperaba, colgaba un calendario que, además de recordarme que iba por el año y medio sin pega, tenía en la fotografía un muy simpático ternero bebiendo de una mamadera. Era un hecho que aquel retoño de gracioso e inseguro andar, ojos gigantes, nariz húmeda y orejas particulares, de seguro era capaz de inspirar afición hasta en el más desalmado de los matarifes.

A medida que observaba la imagen del animalito, más tomaba conciencia de su inocencia, pues, sin saberlo él, finalmente era un objeto para beneficio de ambiciosos ganaderos y hambrientos comensales que esperaban el momento oportuno para faenarlo. Aunque con el biberón en el hocico aparentaba estar siendo criado con esmero y afecto, en realidad no contaba con la más mínima expectativa de pasar el ocaso natural de su vida pastando en un apacible campo junto a su descendencia. Interiormente me lamentaba por la crueldad del engaño al animalito.

Sin haber notado el paso del tiempo, seguramente por la distracción con el calendario, mi turno había llegado, así que me puse de pié e ingresé al salón donde se hallaban tres sujetos a cargo de la calificación.

Calculaba que, después de que uno de los postulantes había sido descartado por haber olvidado incluir un documento casi sin importancia, mientras el otro, a quien casualmente conocía, carecía de la formación y experiencia necesaria para el cargo, el puesto era indiscutiblemente mío.

Con la barriga metida, los hombros hacia atrás y, especialmente con la seguridad y el dominio absoluto de los temas abordados, respondí una a una las preguntas que se me hacía, demostrando con creces que portaba por demás las condiciones para ser el candidato seleccionado.

Al terminar la entrevista, abandonaba entusiasmado el edificio, cuando noté que había olvidado preguntar el lapso que demoraría la notificación al afortunado seleccionado. Cuando ingresé nuevamente para realizar la consulta, para mi sorpresa, los miembros de la comisión calificadora -hermaneando y compadreando- felicitaban al otro entrevistado, pronosticando los pingues momentos que les esperaba pasar, especialmente ahora que compartirían la misma fuente laboral.

Indignado por haber sido utilizado sólo para completar la terna exigida por ley para la contratación de funcionarios, donde dicho sea de paso y juzgando por lo acontecido, desde el principio no contaba con posibilidad alguna, comencé a salir rápidamente de la oficina, deteniéndome frente a la foto del calendario y susurrando al animalito de la imagen con espíritu de solidaridad que terneros éramos ambos, uno por especie y otro por confiado.

Sabiduría équida

Fabrizio I. Mariaca Gonzáles

Viajaba en un minibús reflexionando acerca de la historia del pensamiento político, la filosofía y, en general, sobre el esfuerzo de las personas comunes que durante siglos habían tratado de descifrar temas cruciales como quién debería gobernar y cuál la mejor forma de hacerlo, además de las cualidades ideales que deberían poseer los individuos para lograr la mejor convivencia social. Todas interrogantes que hasta hoy, y a pesar del notable esfuerzo, ni Platón, Aristóteles, Cicerón, San Agustín, Maquiavelo, Moro, Marx y Weber han logrado disipar concluyentemente.

A pesar de mi profunda distracción no pude dejar de oír un programa que pasaba la radio, donde por teléfono las personas expresaban todo tipo de opiniones sobre el país y los problemas que este atravesaba. De repente, un radioescucha hizo entrar la llamada, iniciando inmediatamente una intervención lo suficientemente extraña como para captar aún más mi atención y restar crédito al modesto conocimiento que había adquirido en la universidad y a través de la efímera bibliografía conocida por el grueso de los mortales.

El personaje iniciaba su alocución aseverando que la ignorancia en temas de naturaleza era peor que la ignorancia en letras, normas, ciencia y cultura. A manera de ejemplo, destacaba el caso del burro, animal que, sin excepción, al haber preñado a una hembra, y hasta que esta paría, no la volvía a tocar – vaya dominio de la zoología; acotando que por el contrario, el degenerado del hombre, cuando embarazaba a la mujer, continuaba sosteniendo relaciones sexuales con ella hasta casi el momento del alumbramiento. A partir de esta constatación sentenciaba: “y es por ello que el burro tiene burritos sanos y normales que viven felices, mientras que el hombre provoca que las wawas nazcan enfermas, deformes, se conviertan en homosexuales y vivan en la desgracia” –descubrimiento digno del novel. Tras esa impactante afirmación, concluía su participación con la siguiente pregunta: “¿quién es más ignorante, el burro que conoce la naturaleza, o el hombre que a pesar de saber leer y escribir la desconoce por completo? Probablemente por el tema sobre el que pensaba antes de la intervención del orador anónimo, paso por mi cabeza que posiblemente en vez de los filósofos, de la divinidad, de los considerados mejores, del proletariado, de la ley o de quien sepa lograr el equilibrio entre el miedo y el amor del pueblo, los burros deberían mandar y las personas emular su conducta en el desempeño de sus actividades cotidianas para forjar una sociedad mejor.

La sola idea me había dejado perplejo y a punto de articular una sonrisa desde lo más profundo de mi ser, cuando en ese preciso instante interrumpía un boletín extra dando cuenta que finalmente la intransigencia absurda, tanto del gobierno como de sectores políticos y sociales del país, había desencadenado un enfrentamiento con heridos graves y destrozos de consideración; sin tiempo para asimilar totalmente la mala nueva, el chofer ponía mi rostro poco menos que en calidad de calcomanía en el parabrisas, por una frenada violenta seguida de una maniobra para eludir a un auto que venía en sentido contrario en el carril que el conductor se había tomado la libertad de invadir para ganar unos segunditos y subir un par de pasajeros.

Estando a punto de normalizar mi posición en el asiento para reprender al irresponsable que iba al volante, desquitando de paso la rabia que sentía por la sombría situación del país, preferí quedarme callado porque volvió a mi mente la reflexión de la radio.

La aparentemente descabellada conclusión sobre que los Equus asinus –nombre científico del singular burrito- son más sabios que las personas, de alguna manera se validaba en la realidad cuando se observaba el comportamiento cotidiano de gobernantes, gobernados, conductores, peatones, etc., todos ellos de seguro seres con profundo conocimiento natural y, en consecuencia, indudablemente aptos para encumbrar a la colectividad en el sendero del desarrollo, la paz, la prosperidad, la salud y la felicidad.

A la hora boliviana

Fabrizio I. Mariaca G.

Las personas se rigen por prácticas, usos y costumbres que difieren de sociedad en sociedad a causa de las particularidades propias de cada cultura y contexto. Por ello, normas de estricto cumplimiento para ciertas sociedades pueden ser simples enunciados insignificantes para otras. Y es que la experiencia nos obliga a imaginar que ese es el caso de la puntualidad en Bolivia, que ha terminado por institucionalizar en varios casos y escenarios la indiferencia hacia el artificio del tiempo mensurado en unidades de horas, minutos y segundos.

De entre varias experiencias típicas de plantón, recuerdo particularmente una en la que a la hora acordada para una cita pactada a las tres, esperaba en una de las más céntricas y concurridas esquinas del centro de nuestra ciudad. Al cabo de diez minutos imaginaba que mi contraparte para el encuentro iba a demorar su arribo en estricta observancia a “la hora boliviana”, desconsideración, desde mi perspectiva, enraizada en nuestras más comunes pautas de relacionamiento cotidiano y ausente de todos nuestros códigos de etiqueta.

Al cabo de veinte minutos durante los cuales observaba el reloj repetidamente, y tras reflexionar sobre la puntualidad, empezaba a considerar que el desubicado era yo por iluso, mestizo occidentalizado, xenófilo, admirador de los hábitos europeos colonizantes y de la banal tecnología suiza capitalista. Así pasaba por mi mente lo trillado de la puntualidad británica y lo infructífero de la evolución de la tecnología de relojes y cronómetros, pues resultaba a todas luces más efectivo el desarrollo del buen “cuello” para cavilar las más innovadoras excusas que se estila utilizar para disculpar delicadamente los retrasos de hora para arriba.

Alrededor de la media hora seguía aguardando inmóvil con la sensación de mimetizarme con el paisaje y el ornamento público, temiendo que por tal situación cualquier peregrino demarcara como su domino mi humanidad.

Como no tenía más opción que esperar, pensando en varios temas relacionados a la espera pude comprender cabalmente la relatividad del tiempo planteada por Einstein, pues entendí que la percepción de paso de las horas depende o es relativa al tipo de vivencia. El tiempo vuela cuando, por ejemplo, se recibe un reconocimiento honorífico, especialmente en la parte del discurso donde, como ocurre muy pocas veces en la vida, le exaltan a uno las inmensas cualidades, los asombrosos logros y la rancia prosapia. Mientras, por el contrario, la vida pasa como en cámara lenta en la fila para cobrar el Bonosol.

De la reflexión sobre filosofía, ciencia y tecnología, pasé a ejercitar la imaginación para matar el tiempo. Así, entre la muchedumbre observaba personas, intentando hallarles parecido con objetos de la cotidianidad. Tal era mi fijación con la hora que a una señora de nariz fina y alargada, con pronunciados pabellones auditivos, de inmediato la asemejé a una tetera, utensilio indispensable para la conocida tradición británica del té, caracterizada por su puntualidad. A continuación ubiqué un hombre alto, delgado, de constitución rectangular, con cara redonda y bigote que portaba un poco común sombrero con forma cónica, a quien relacioné inmediatamente con la célebre torre del Big Ben, icono de la puntualidad inglesa. Con esa cara esférica y el puntiagudo mostacho, similar a un par de manecillas en posición horizontal, parecía un reloj marcando las 3:45 que, dicho sea de paso, era la misma hora que daba a esas alturas mi reloj.

Cuando la actitud obsesivo-compulsiva respecto al tiempo y a la puntualidad ponían en riesgo mi salud mental, aparecía a lo lejos, parsimonioso, a quien podría reprocharle el haberme quitado poco menos de una hora de vida o quizá, desde otra perspectiva, al que debía agradecer el bronceado obtenido con los más poderosos ultravioleta del altiplano y, especialmente, por el aprendizaje de una gran lección de vida que desde entonces me aconsejaba considerar en el tiempo con 60 minutos de relatividad.

No le dije ni me dijo nada, pero mientras intercambiábamos las prácticas protocolares del saludo y atención a la familia no pude dejar de pensar que como dato adicional para Einstein, la relatividad del tiempo estaba condicionada también a la hora boliviana.

El q’encherío

Fabrizio I. Mariaca G.

A diario se escuchan alusiones al q’encherío para referir aquella racha de mala suerte o fatalidad que despierta temor en propios y extraños, especialmente en quienes creemos que aquello es sólo una justificación metafísica para los peores defectos personales.

Según la arraigada creencia transmitida seguramente por nuestros respetables tatas, ciertas acciones cotidianas que aparentemente no encierran invocación maligna alguna como dejar la tijera o la cartera sobre la cama, barrer de noche, usar o conservar enseres o prendas t’antas (viejas), pasar debajo de una escalera, abrir el paraguas dentro de la casa, meterse con mujer casada, cruzarse en el camino con el mítico gatito negro, etc, desencadenan una reacción sobrenatural capaz de ocasionar la pobreza, la muerte, la enfermedad y un indeterminado e inimaginable número de desgracias.

Difícil contener la sonrisa al recordar a la señora relativamente joven y sana que desde tiempos inmemoriales carece de actividad laboral y, por su puesto, de ingreso económico alguno pero que encima es capaz de decir: “¡ayyyy!, qué estoy haciendo, mejor levantaré la cartera de la cama porque es q’encha y después no voy a tener plata”, sin darse cuenta que en todo caso debería ponerse a trabajar independientemente de dónde deje la cartera. Como si la previsión de quitar el bolso de la cama fuera a erradicar su flojera o a solucionar los problemas estructurales de su vida.

Es motivo de carcajada rememorar a aquel buen caballero de edad madura que alega: “yo no hago esto ni el otro porque es q’encha”, procurando, a pesar de vestir calzones remendados con manchas de dudosa procedencia, mantener pose de elegancia y sabiduría, siendo que en la realidad su comportamiento es regido por la desidia, la mediocridad, la deshonestidad que se reflejan en un notable historial criminal, en el rechazo familiar y en el cúmulo de fracasos que ha tenido en su vida. Seguramente si, en vez de evitar realizar acciones ligadas a la superchería, erradicara las taras de su comportamiento y personalidad, haría del tiempo suplementario de su existencia algo más agradable y portaría mejor ropa interior.

Resulta hasta trillado oír a un apesadumbrado individuo los peores presagios por haberse cruzado en el camino con un inocente felino de negro pelaje, criatura para algunos desagradable pero definitivamente inocente de que gente mugrosa deje semanas la basura en el patio causando, lógicamente, la concurrencia de delegaciones de gatos de todos los tamaños y colores cuyo modus vivendi, lejos de consistir en atraer la desgracia, radica en aprovechar los suculentos desperdicios depositados en aquel tacho destapado.

No es extraño que quien por descuido y no por necesidad sea capaz de andar con la ropa raída y sucia, haya descuidado también los demás aspectos de su vida como el trabajo e incluso la familia; nada raro que quien establezca una relación adúltera tenga una moral dudosa en todo ámbito. Tanto la flojera como la inmoralidad tienen, naturalmente, que expresarse negativamente en el quehacer general y cotidiano de este tipo de personalidades, cosa que, por supuesto, impedirá que les vaya bien sin importar si se cruzan con una pantera azabache o si dejan cartera y tijera en el techo e incluso si abren el paraguas dentro del refrigerador, pues todo se resume al efecto de sus acciones.

El q’encherío no es otra cosa que el resultado de la desidia y la negligencia de la gente, que a veces se hace visible en pequeños detalles como en la imprudencia de pasar bajo una escalera, limpiar la casa a cualquier hora o no preocuparse por la higiene básica de nuestra persona y del hogar.

En situaciones donde no se puede achacar el fracaso a la ideología neoliberal, al centralismo perverso, al municipio ineficiente, a la inflación, a la cultura autoritaria, al modelo económico o a Chávez, le tiras todo al q’uencherio. Total, somos inocuos ante esa fuerza malvada que arbitrariamente frustra nuestras aspiraciones y sueños; no es nuestra culpa, sólo estamos q’uenchachados.

Sea como fuere, es mejor terminar el análisis aquí, porque puede ser q’encha reflexionar sobre estas cuestiones triviales en horas de oficina, particularmente cuando ello si es capaz de causar desempleo, pobreza, alcoholismo e incluso indigencia.

El Licensaurio

Fabrizio I. Mariaca

Como es natural a cierta edad, algunos cartílagos de su cuerpo –y solo algunos– habían cobrado notables dimensiones: las orejas y nariz eran prominentes. Además, por la antigüedad del equipo que Dios le puso en la fábrica, ya ni siquiera escuchaba en estéreo.

Disciplinadamente, cada mañana vaciaba su bacinica, se vestía y recogía sus dientes del vaso para colocárselos. Así quedaba presta la poderosa mordida para triturar el desayuno y la sensual sonrisa para coquetear con las oficinistas que se le cruzaran en el camino.

Era conservador en sus apreciaciones sobre la vida; poseía un innato gusto por los números, interés que en su juventud lo había conducido a obtener la licenciatura en matemáticas. Sin embargo, la falta de campo laboral y los azares de la vida lo habían llevado a colaborar con algún gobierno militar.

Jubilado y sin muchas cosas por hacer, cada día caminaba hacia el centro de la ciudad para encontrarse con sus octogenarias amistades, otrora magníficos sementales que por avatares del tiempo hoy sólo podían ser asesores o cronistas de las artes del enamoramiento.

Cuando sus amigos lo veían aproximarse decían, en una jerga juvenil tomada seguramente de alguno de los nietos, ¡¡ha llegado el Alvarex!! Así, Alvarex fue degenerando hasta convertirse simplemente en Rex.

Una vez reunidos todos, pasaban el día evocando gloriosos acontecimientos de antaño; cada cual contaba una nueva versión de alguna vieja historia. Para ellos el lugar de encuentro era algo parecido al Ágora, allí se conglomeraban los más esclarecidos para analizar cabalmente la realidad del país. Era un sitio magnífico, pues sus opiniones tenían importancia, no como en casa donde desde hace mucho sus criterios no orientaban ni la charla del almuerzo.

Lamentablemente, desde hace algún tiempo atrás, se había hecho difícil asistir a la cita diaria con los amigos a causa de los grupos que protestaban marchando o bloqueando las calles. Esta situación molestaba a aquellos ex niños prodigios que lo único que conservaban de infantes era el pañal, pero ahora geriátrico.

En las últimas reuniones Rex despotricaba por la pérdida del principio de autoridad demostrada por los recientes gobiernos populacheros, arguyendo que la solución a los problemas ameritaba algo más que buenas intenciones y grandilocuentes discursos. Por ejemplo, narraba que en los años sesenta y setenta los mandatarios eran más ejecutivos, tenían mano firme y vestían elegantes uniformes. Añoraba esas lindas épocas en las que se podía deleitar la vista con los tanques que circulaban por la ciudad para amedrentar a los revoltosos. Rememoraba la utilidad de los confinamientos y lo divertido de interrogar a ciertos individuos con métodos poco ortodoxos. “Eso era gobierno, tranquilidad y orden”, decía Rex.

Pero considerando las características y orígenes del gobierno en ejercicio, Rex volvía a la realidad dándose cuenta que ni siquiera la fuerza se emplearía para hacer respetar la ley. Por eso, protestando y evocando momentos para él mejores, caminaba todos los días a la Plaza Murillo para conversar con los amigos sobre el casi extinto estado de derecho.

A pesar de la dureza de sus apreciaciones, y aunque su radical posición podía ser calificada más que de democrática como dinocrática, Rex no era del todo un tirano-saurio; a decir verdad en un país es imprescindible un mínimo de orden y mejor actitud de parte de los ciudadanos y, en eso, el licensaurio Rex no se equivocaba.

De fábulas dormido y realidades despierto

Fabrizio I. Mariaca

Mi noche anterior había sido larga y plagada de saludes, secos y risas en una gira por varios boliches acompañado de los amigos de siempre y algunos nuevos conocidos, en una vorágine que hacía mi recuerdo cada vez más difuso.

La mañana siguiente abrí los ojos y al mirar el reloj me percaté que eran las ocho y media de la mañana. Aunque inicialmente pensé que se trataba de una pesadilla, recordé que cuando el despertador había sonado a las siete, decidí dar una pestañeada de un minuto más; sin embargo a esas alturas era evidente que se me habían pegado las pestañas hora y media de más.

Sobresaltado, y aún bajo los efectos de la inescrupulosa ingesta de bebidas espirituosas, me levanté para asistir a una entrevista de trabajo que esperé toda la semana y de la cual dependía mi futuro mediato e inmediato. Debía lavarme como gato, vestirme con la celeridad de Superman o Batman pero con la elegancia del Pingüino, movilizarme a la velocidad de cúpula emenerrista en octubre para llegar puntualmente a mi cita programada para las nueve donde, dicho sea de paso, pondría en práctica mis dotes de ventrílocuo para disimular el poderoso tufo provocado por la tremenda liba de la noche anterior.

Todavía dormido, y colocándome las últimas prendas del terno dominguero, sacaba el auto del garaje para emprender lo que sería una extraña carrera contra el tiempo y las vicisitudes cotidianas de la ciudad.

Por si fuera poco el perjuicio causado por mi entreguismo a Baco por la noche y a Morfeo en la mañana, la lentitud del tráfico me recordaba el trámite de título en provisión nacional. No sabía a ciencia cierta si la obstaculización del paso se debía a manifestación, procesión, desfile cívico, sifonamiento, ciclovía o entrada folklórica. De lo que estaba seguro era que ni un desfile del orgullo gay con el mismísimo vicepresidente como reina, hubiera generado semejante trancadera.

Como aún no estaba del todo despierto por la trasnochada y encima me hallaba adormecido por arrullo del lento avance del tráfico, ingresé sin tomar conciencia por una calle en sentido contrario. De pronto, como en las fábulas, un duende apareció de la nada, refunfuñó con un léxico casi ininteligible y luego se alejó corriendo hacia el final del arco iris cargando su olla llena de monedas de oro. Confuso todavía, no podía discernir si lo ocurrido era sueño o realidad.

A medida que avanzaba el tiempo y continuaba varado en el embotellamiento iba despertando del letargo y recuperando la lucidez, cayendo en cuenta que ni duende, ni olla con monedas de oro, ni arco iris. En realidad un agente de tránsito, corto de estatura, con uniforme verde, calzando botas y usando un cinturón con enorme hebilla, me había detenido y, después de llamarme la atención en un pintoresco castellano, recaudó la “multa” consistente en hasta mi último centavo, caminando luego con su gorra llena de mis monedas hasta la esquina, para perderse detrás de la wiphala que sostenía el grupo de energúmenos que bloqueaba la vía.

Con dos horas de retraso, a las once, llegué al lugar acordado para mi entrevista y, por supuesto, ya todos se habían ido. En ese instante, y por la forma en que se habían presentado las cosas esa mañana, la duda invadió mi mente llegando a cuestionar incluso mi racionalidad: ¿policía o duende, wiphala o arcoiris?

Sueño o realidad, coincidencia o justicia divina, dormido o despierto concluí que nuestras acciones pueden traer consecuencias previsibles que nuestra negligencia ignora y que el castigo divino puede asumir formas definitivamente misteriosas. Me repetí una y otra vez que a quien madura Dios le ayuda y que a quien madura no le cuesta tanto madrugar.

La bomba que desnuda

Fabrizio I. Mariaca

Sus aires de superioridad podían verse reflejados en la mirada de perro pequinés con ademán de estornudo que ponía al pasear con petulancia por las principales calles de la ciudad. Saludaba con la misma arrogancia de reina cruceña montada en carro alegórico en pleno carnaval, pasando por el palco de la Prefectura.

El orgullo no era del todo infundado, pues el doctor mostraba las mejores credenciales. Su curriculum era tan extenso –claro que con algunas exageraciones y omisiones– que si se lo hubiese reciclado, habría alcanzado para que una de sus tías maternas venda por lo menos cien platos de chicharrón con sus respectivas servilletas en su Quillacollo natal.

Su tarjeta de presentación, de inconfundible estilo rococó, consignaba una breve hoja de vida en letras doradas con adornos celestes: Doctor en Derecho y Ciencias Políticas, ex becario de la OEA, gemólogo, experto en iconografía tiwanakota, estudios de glamour en el politécnico Pedro Domingo Murillo y cursos de catador en Achacachi. En fin, el simple cartoncito anunciaba a una eminencia polifacética y de alta alcurnia.

En su calidad de notable, mantenía hace varios años una columna de opinión en uno de los periódicos más leídos de la ciudad, donde escribía una vez a la semana temas de interés del hato de snobs con el que se identificaba. Los temas en discusión casi siempre se referían al jet set europeo o a cuestiones banales de la alta sociedad.

En cierta oportunidad, a raíz de una polémica surgida por el matrimonio real que recientemente había sido anunciado, en un artículo sentenciaba: “el siútico heredero al trono, no conforme con haber dado ósculos en público a una joven sin prosapia, ha anunciado su intención de contraer nupcias con ella, hecho que a todas luces se constituye como una afrenta sin derecho a la sindéresis de la aristocracia ”.

Tan orlado léxico quería decir simplemente que el cursi del príncipe se había chapado a una imilla en la calle en reiteradas oportunidades y, encima, anunciaba matriqui con ella; por ello el doctor pronosticaba que los jailones no iban a comprender racionalmente ni perdonar nunca tan cuestionable comportamiento.

Aunque nadie lo notaba, disfrazaba su mediocridad con el más rebuscado y complejo léxico al que pudiera apelar; al fin y al cabo el vocablo plagado de exquisiteces y sofisticaciones no era cosa de iletrados o mediocres: un lenguaje así era propio de un doctor de verdad.

La mayoría de la gente no comprendía lo que en realidad estaba escrito en la columna, pero todos ponderaban la impresionante pluma del doctor. Después de todo, nadie deseaba poner en evidencia la ignorancia propia.

Al igual que en el conocido cuento sobre el traje del rey elaborado por una tela que era invisible para los tontos, todos manifestaban pleno entendimiento de los escrito por el doctor. Era como si todos afirmaran poder ver el traje de un rey que en realidad andaba desnudo; paradójicamente, quienes estaban cubiertos eran avergonzados por la persona a la que observaban en cueros.

El doctor en realidad era un desnudista semanal y sus artículos una bomba que desnudaba.