Fabrizio I. Mariaca Sus aires de superioridad podían verse reflejados en la mirada de perro pequinés con ademán de estornudo que ponía al pasear con petulancia por las principales calles de la ciudad. Saludaba con la misma arrogancia de reina cruceña montada en carro alegórico en pleno carnaval, pasando por el palco de la Prefectura. El orgullo no era del todo infundado, pues el doctor mostraba las mejores credenciales. Su curriculum era tan extenso –claro que con algunas exageraciones y omisiones– que si se lo hubiese reciclado, habría alcanzado para que una de sus tías maternas venda por lo menos cien platos de chicharrón con sus respectivas servilletas en su Quillacollo natal. Su tarjeta de presentación, de inconfundible estilo rococó, consignaba una breve hoja de vida en letras doradas con adornos celestes: Doctor en Derecho y Ciencias Políticas, ex becario de la OEA, gemólogo, experto en iconografía tiwanakota, estudios de glamour en el politécnico Pedro Domingo Murillo y cursos de catador en Achacachi. En fin, el simple cartoncito anunciaba a una eminencia polifacética y de alta alcurnia. En su calidad de notable, mantenía hace varios años una columna de opinión en uno de los periódicos más leídos de la ciudad, donde escribía una vez a la semana temas de interés del hato de snobs con el que se identificaba. Los temas en discusión casi siempre se referían al jet set europeo o a cuestiones banales de la alta sociedad. En cierta oportunidad, a raíz de una polémica surgida por el matrimonio real que recientemente había sido anunciado, en un artículo sentenciaba: “el siútico heredero al trono, no conforme con haber dado ósculos en público a una joven sin prosapia, ha anunciado su intención de contraer nupcias con ella, hecho que a todas luces se constituye como una afrenta sin derecho a la sindéresis de la aristocracia ”. Tan orlado léxico quería decir simplemente que el cursi del príncipe se había chapado a una imilla en la calle en reiteradas oportunidades y, encima, anunciaba matriqui con ella; por ello el doctor pronosticaba que los jailones no iban a comprender racionalmente ni perdonar nunca tan cuestionable comportamiento. Aunque nadie lo notaba, disfrazaba su mediocridad con el más rebuscado y complejo léxico al que pudiera apelar; al fin y al cabo el vocablo plagado de exquisiteces y sofisticaciones no era cosa de iletrados o mediocres: un lenguaje así era propio de un doctor de verdad. La mayoría de la gente no comprendía lo que en realidad estaba escrito en la columna, pero todos ponderaban la impresionante pluma del doctor. Después de todo, nadie deseaba poner en evidencia la ignorancia propia. Al igual que en el conocido cuento sobre el traje del rey elaborado por una tela que era invisible para los tontos, todos manifestaban pleno entendimiento de los escrito por el doctor. Era como si todos afirmaran poder ver el traje de un rey que en realidad andaba desnudo; paradójicamente, quienes estaban cubiertos eran avergonzados por la persona a la que observaban en cueros. El doctor en realidad era un desnudista semanal y sus artículos una bomba que desnudaba. |
La bomba que desnuda
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1 comentario:
Me encanta la capacidad que tienes para intercambiar tu inmensurable y exquisito léxico. 😃
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