Fabrizio I. Mariaca Gonzáles
Como los tiempos no eran los mejores y las wawas debían seguir comiendo y estudiando, sin contar la media suela que requería urgentemente mi calzado para seguir peregrinando en busca del sustento diario y las dos medidas más de anteojos necesarias para continuar devorando convocatorias de trabajo, impaciente hacía antesala para una entrevista que finalmente mi aventajado currículum había agenciado. Menos mal que los años de estudio, los postrados, las publicaciones, el esfuerzo, las privaciones, los idiomas y la experiencia de vez en cuando rendían su fruto.
Era el último de tres personas que esperaban para ser entrevistados, en una tensa espera que se agudizaba porque ni siquiera podía darme el lujo de cruzar las piernas, por no dejar en evidencia los poco desdeñables agujeros en mis zapatos que permitían visualizar incluso el color, el diseño y hasta la calidad de mis medias.
En la pared de la oficina donde esperaba, colgaba un calendario que, además de recordarme que iba por el año y medio sin pega, tenía en la fotografía un muy simpático ternero bebiendo de una mamadera. Era un hecho que aquel retoño de gracioso e inseguro andar, ojos gigantes, nariz húmeda y orejas particulares, de seguro era capaz de inspirar afición hasta en el más desalmado de los matarifes.
A medida que observaba la imagen del animalito, más tomaba conciencia de su inocencia, pues, sin saberlo él, finalmente era un objeto para beneficio de ambiciosos ganaderos y hambrientos comensales que esperaban el momento oportuno para faenarlo. Aunque con el biberón en el hocico aparentaba estar siendo criado con esmero y afecto, en realidad no contaba con la más mínima expectativa de pasar el ocaso natural de su vida pastando en un apacible campo junto a su descendencia. Interiormente me lamentaba por la crueldad del engaño al animalito.
Sin haber notado el paso del tiempo, seguramente por la distracción con el calendario, mi turno había llegado, así que me puse de pié e ingresé al salón donde se hallaban tres sujetos a cargo de la calificación.
Calculaba que, después de que uno de los postulantes había sido descartado por haber olvidado incluir un documento casi sin importancia, mientras el otro, a quien casualmente conocía, carecía de la formación y experiencia necesaria para el cargo, el puesto era indiscutiblemente mío.
Con la barriga metida, los hombros hacia atrás y, especialmente con la seguridad y el dominio absoluto de los temas abordados, respondí una a una las preguntas que se me hacía, demostrando con creces que portaba por demás las condiciones para ser el candidato seleccionado.
Al terminar la entrevista, abandonaba entusiasmado el edificio, cuando noté que había olvidado preguntar el lapso que demoraría la notificación al afortunado seleccionado. Cuando ingresé nuevamente para realizar la consulta, para mi sorpresa, los miembros de la comisión calificadora -hermaneando y compadreando- felicitaban al otro entrevistado, pronosticando los pingues momentos que les esperaba pasar, especialmente ahora que compartirían la misma fuente laboral.
Como los tiempos no eran los mejores y las wawas debían seguir comiendo y estudiando, sin contar la media suela que requería urgentemente mi calzado para seguir peregrinando en busca del sustento diario y las dos medidas más de anteojos necesarias para continuar devorando convocatorias de trabajo, impaciente hacía antesala para una entrevista que finalmente mi aventajado currículum había agenciado. Menos mal que los años de estudio, los postrados, las publicaciones, el esfuerzo, las privaciones, los idiomas y la experiencia de vez en cuando rendían su fruto.
Era el último de tres personas que esperaban para ser entrevistados, en una tensa espera que se agudizaba porque ni siquiera podía darme el lujo de cruzar las piernas, por no dejar en evidencia los poco desdeñables agujeros en mis zapatos que permitían visualizar incluso el color, el diseño y hasta la calidad de mis medias.
En la pared de la oficina donde esperaba, colgaba un calendario que, además de recordarme que iba por el año y medio sin pega, tenía en la fotografía un muy simpático ternero bebiendo de una mamadera. Era un hecho que aquel retoño de gracioso e inseguro andar, ojos gigantes, nariz húmeda y orejas particulares, de seguro era capaz de inspirar afición hasta en el más desalmado de los matarifes.
A medida que observaba la imagen del animalito, más tomaba conciencia de su inocencia, pues, sin saberlo él, finalmente era un objeto para beneficio de ambiciosos ganaderos y hambrientos comensales que esperaban el momento oportuno para faenarlo. Aunque con el biberón en el hocico aparentaba estar siendo criado con esmero y afecto, en realidad no contaba con la más mínima expectativa de pasar el ocaso natural de su vida pastando en un apacible campo junto a su descendencia. Interiormente me lamentaba por la crueldad del engaño al animalito.
Sin haber notado el paso del tiempo, seguramente por la distracción con el calendario, mi turno había llegado, así que me puse de pié e ingresé al salón donde se hallaban tres sujetos a cargo de la calificación.
Calculaba que, después de que uno de los postulantes había sido descartado por haber olvidado incluir un documento casi sin importancia, mientras el otro, a quien casualmente conocía, carecía de la formación y experiencia necesaria para el cargo, el puesto era indiscutiblemente mío.
Con la barriga metida, los hombros hacia atrás y, especialmente con la seguridad y el dominio absoluto de los temas abordados, respondí una a una las preguntas que se me hacía, demostrando con creces que portaba por demás las condiciones para ser el candidato seleccionado.
Al terminar la entrevista, abandonaba entusiasmado el edificio, cuando noté que había olvidado preguntar el lapso que demoraría la notificación al afortunado seleccionado. Cuando ingresé nuevamente para realizar la consulta, para mi sorpresa, los miembros de la comisión calificadora -hermaneando y compadreando- felicitaban al otro entrevistado, pronosticando los pingues momentos que les esperaba pasar, especialmente ahora que compartirían la misma fuente laboral.
Indignado por haber sido utilizado sólo para completar la terna exigida por ley para la contratación de funcionarios, donde dicho sea de paso y juzgando por lo acontecido, desde el principio no contaba con posibilidad alguna, comencé a salir rápidamente de la oficina, deteniéndome frente a la foto del calendario y susurrando al animalito de la imagen con espíritu de solidaridad que terneros éramos ambos, uno por especie y otro por confiado.
1 comentario:
Me encantó la forma en la cual te expresas escribiendo.
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