Fabrizio I. Mariaca Como es natural a cierta edad, algunos cartílagos de su cuerpo –y solo algunos– habían cobrado notables dimensiones: las orejas y nariz eran prominentes. Además, por la antigüedad del equipo que Dios le puso en la fábrica, ya ni siquiera escuchaba en estéreo. Disciplinadamente, cada mañana vaciaba su bacinica, se vestía y recogía sus dientes del vaso para colocárselos. Así quedaba presta la poderosa mordida para triturar el desayuno y la sensual sonrisa para coquetear con las oficinistas que se le cruzaran en el camino. Era conservador en sus apreciaciones sobre la vida; poseía un innato gusto por los números, interés que en su juventud lo había conducido a obtener la licenciatura en matemáticas. Sin embargo, la falta de campo laboral y los azares de la vida lo habían llevado a colaborar con algún gobierno militar. Jubilado y sin muchas cosas por hacer, cada día caminaba hacia el centro de la ciudad para encontrarse con sus octogenarias amistades, otrora magníficos sementales que por avatares del tiempo hoy sólo podían ser asesores o cronistas de las artes del enamoramiento. Cuando sus amigos lo veían aproximarse decían, en una jerga juvenil tomada seguramente de alguno de los nietos, ¡¡ha llegado el Alvarex!! Así, Alvarex fue degenerando hasta convertirse simplemente en Rex. Una vez reunidos todos, pasaban el día evocando gloriosos acontecimientos de antaño; cada cual contaba una nueva versión de alguna vieja historia. Para ellos el lugar de encuentro era algo parecido al Ágora, allí se conglomeraban los más esclarecidos para analizar cabalmente la realidad del país. Era un sitio magnífico, pues sus opiniones tenían importancia, no como en casa donde desde hace mucho sus criterios no orientaban ni la charla del almuerzo. Lamentablemente, desde hace algún tiempo atrás, se había hecho difícil asistir a la cita diaria con los amigos a causa de los grupos que protestaban marchando o bloqueando las calles. Esta situación molestaba a aquellos ex niños prodigios que lo único que conservaban de infantes era el pañal, pero ahora geriátrico. En las últimas reuniones Rex despotricaba por la pérdida del principio de autoridad demostrada por los recientes gobiernos populacheros, arguyendo que la solución a los problemas ameritaba algo más que buenas intenciones y grandilocuentes discursos. Por ejemplo, narraba que en los años sesenta y setenta los mandatarios eran más ejecutivos, tenían mano firme y vestían elegantes uniformes. Añoraba esas lindas épocas en las que se podía deleitar la vista con los tanques que circulaban por la ciudad para amedrentar a los revoltosos. Rememoraba la utilidad de los confinamientos y lo divertido de interrogar a ciertos individuos con métodos poco ortodoxos. “Eso era gobierno, tranquilidad y orden”, decía Rex. Pero considerando las características y orígenes del gobierno en ejercicio, Rex volvía a la realidad dándose cuenta que ni siquiera la fuerza se emplearía para hacer respetar la ley. Por eso, protestando y evocando momentos para él mejores, caminaba todos los días a la Plaza Murillo para conversar con los amigos sobre el casi extinto estado de derecho. A pesar de la dureza de sus apreciaciones, y aunque su radical posición podía ser calificada más que de democrática como dinocrática, Rex no era del todo un tirano-saurio; a decir verdad en un país es imprescindible un mínimo de orden y mejor actitud de parte de los ciudadanos y, en eso, el licensaurio Rex no se equivocaba. |
El Licensaurio
De fábulas dormido y realidades despierto
Fabrizio I. Mariaca Mi noche anterior había sido larga y plagada de saludes, secos y risas en una gira por varios boliches acompañado de los amigos de siempre y algunos nuevos conocidos, en una vorágine que hacía mi recuerdo cada vez más difuso. La mañana siguiente abrí los ojos y al mirar el reloj me percaté que eran las ocho y media de la mañana. Aunque inicialmente pensé que se trataba de una pesadilla, recordé que cuando el despertador había sonado a las siete, decidí dar una pestañeada de un minuto más; sin embargo a esas alturas era evidente que se me habían pegado las pestañas hora y media de más. Sobresaltado, y aún bajo los efectos de la inescrupulosa ingesta de bebidas espirituosas, me levanté para asistir a una entrevista de trabajo que esperé toda la semana y de la cual dependía mi futuro mediato e inmediato. Debía lavarme como gato, vestirme con la celeridad de Superman o Batman pero con la elegancia del Pingüino, movilizarme a la velocidad de cúpula emenerrista en octubre para llegar puntualmente a mi cita programada para las nueve donde, dicho sea de paso, pondría en práctica mis dotes de ventrílocuo para disimular el poderoso tufo provocado por la tremenda liba de la noche anterior. Todavía dormido, y colocándome las últimas prendas del terno dominguero, sacaba el auto del garaje para emprender lo que sería una extraña carrera contra el tiempo y las vicisitudes cotidianas de la ciudad. Por si fuera poco el perjuicio causado por mi entreguismo a Baco por la noche y a Morfeo en la mañana, la lentitud del tráfico me recordaba el trámite de título en provisión nacional. No sabía a ciencia cierta si la obstaculización del paso se debía a manifestación, procesión, desfile cívico, sifonamiento, ciclovía o entrada folklórica. De lo que estaba seguro era que ni un desfile del orgullo gay con el mismísimo vicepresidente como reina, hubiera generado semejante trancadera. Como aún no estaba del todo despierto por la trasnochada y encima me hallaba adormecido por arrullo del lento avance del tráfico, ingresé sin tomar conciencia por una calle en sentido contrario. De pronto, como en las fábulas, un duende apareció de la nada, refunfuñó con un léxico casi ininteligible y luego se alejó corriendo hacia el final del arco iris cargando su olla llena de monedas de oro. Confuso todavía, no podía discernir si lo ocurrido era sueño o realidad. A medida que avanzaba el tiempo y continuaba varado en el embotellamiento iba despertando del letargo y recuperando la lucidez, cayendo en cuenta que ni duende, ni olla con monedas de oro, ni arco iris. En realidad un agente de tránsito, corto de estatura, con uniforme verde, calzando botas y usando un cinturón con enorme hebilla, me había detenido y, después de llamarme la atención en un pintoresco castellano, recaudó la “multa” consistente en hasta mi último centavo, caminando luego con su gorra llena de mis monedas hasta la esquina, para perderse detrás de la wiphala que sostenía el grupo de energúmenos que bloqueaba la vía. Con dos horas de retraso, a las once, llegué al lugar acordado para mi entrevista y, por supuesto, ya todos se habían ido. En ese instante, y por la forma en que se habían presentado las cosas esa mañana, la duda invadió mi mente llegando a cuestionar incluso mi racionalidad: ¿policía o duende, wiphala o arcoiris? Sueño o realidad, coincidencia o justicia divina, dormido o despierto concluí que nuestras acciones pueden traer consecuencias previsibles que nuestra negligencia ignora y que el castigo divino puede asumir formas definitivamente misteriosas. Me repetí una y otra vez que a quien madura Dios le ayuda y que a quien madura no le cuesta tanto madrugar. |
La bomba que desnuda
Fabrizio I. Mariaca Sus aires de superioridad podían verse reflejados en la mirada de perro pequinés con ademán de estornudo que ponía al pasear con petulancia por las principales calles de la ciudad. Saludaba con la misma arrogancia de reina cruceña montada en carro alegórico en pleno carnaval, pasando por el palco de la Prefectura. El orgullo no era del todo infundado, pues el doctor mostraba las mejores credenciales. Su curriculum era tan extenso –claro que con algunas exageraciones y omisiones– que si se lo hubiese reciclado, habría alcanzado para que una de sus tías maternas venda por lo menos cien platos de chicharrón con sus respectivas servilletas en su Quillacollo natal. Su tarjeta de presentación, de inconfundible estilo rococó, consignaba una breve hoja de vida en letras doradas con adornos celestes: Doctor en Derecho y Ciencias Políticas, ex becario de la OEA, gemólogo, experto en iconografía tiwanakota, estudios de glamour en el politécnico Pedro Domingo Murillo y cursos de catador en Achacachi. En fin, el simple cartoncito anunciaba a una eminencia polifacética y de alta alcurnia. En su calidad de notable, mantenía hace varios años una columna de opinión en uno de los periódicos más leídos de la ciudad, donde escribía una vez a la semana temas de interés del hato de snobs con el que se identificaba. Los temas en discusión casi siempre se referían al jet set europeo o a cuestiones banales de la alta sociedad. En cierta oportunidad, a raíz de una polémica surgida por el matrimonio real que recientemente había sido anunciado, en un artículo sentenciaba: “el siútico heredero al trono, no conforme con haber dado ósculos en público a una joven sin prosapia, ha anunciado su intención de contraer nupcias con ella, hecho que a todas luces se constituye como una afrenta sin derecho a la sindéresis de la aristocracia ”. Tan orlado léxico quería decir simplemente que el cursi del príncipe se había chapado a una imilla en la calle en reiteradas oportunidades y, encima, anunciaba matriqui con ella; por ello el doctor pronosticaba que los jailones no iban a comprender racionalmente ni perdonar nunca tan cuestionable comportamiento. Aunque nadie lo notaba, disfrazaba su mediocridad con el más rebuscado y complejo léxico al que pudiera apelar; al fin y al cabo el vocablo plagado de exquisiteces y sofisticaciones no era cosa de iletrados o mediocres: un lenguaje así era propio de un doctor de verdad. La mayoría de la gente no comprendía lo que en realidad estaba escrito en la columna, pero todos ponderaban la impresionante pluma del doctor. Después de todo, nadie deseaba poner en evidencia la ignorancia propia. Al igual que en el conocido cuento sobre el traje del rey elaborado por una tela que era invisible para los tontos, todos manifestaban pleno entendimiento de los escrito por el doctor. Era como si todos afirmaran poder ver el traje de un rey que en realidad andaba desnudo; paradójicamente, quienes estaban cubiertos eran avergonzados por la persona a la que observaban en cueros. El doctor en realidad era un desnudista semanal y sus artículos una bomba que desnudaba. |
El Troubleshooting boliviano
Fabrizio I. Mariaca
Mientras se le informaba al desdichado sobre el costo de una reparación que había cotizado, su rostro comenzaba a desfigurarse por la impresión; para su alivio, inmediatamente el técnico agregaba: “aunque también podríamos adaptarle alguna cosita y así sale mucho más barato jefe”, con lo que regresaron sus facciones a la normalidad.
¿Quién no ha recurrido al ingenio criollo para realizar un arreglo por ser costoso o por la simple flojera?
Aparentemente existe la práctica peculiar en nuestra cotidianidad del “hágalo usted mismo” o “repárelo por casi nada” y, ya sea por carencia o desidia, en este tipo de mañas radica la explicación de cómo un problema, cuyas secuelas pudieron haberse evitado a tiempo, llegan a las últimas consecuencias.
Quién por lo menos no ha oído sobre la aplicación de alguno de los consejos que bien podrían editarse en un troubleshooting boliviano o en un manual remendón para la solución de contingencias nacional. Seguramente muchos, pero repasemos algunas recetas:
1º Enchufes rotos: con los dedos, pulgar e índice, trence los hilos hasta conseguir una punta lo suficientemente delgada para introducir cada polo al tomacorriente. Esta alternativa en ocasiones puede producir electrocuciones e incendios, pero de hecho le ayudará a ahorrar los 2 Bs. del enchufe.
2º Puertas de mueble o ventana flojos: doble un pedazo de papel o cartón hasta obtener el grosor adecuado para introducirlo entre el marco y la puerta o ventana. Aunque el cierre no será hermético, evitará el fastidio de llamar al falluto del carpintero.
3º Rotura de corona dental: aplique generosamente la gotita en la pieza y, frente al espejo, con el hocico bien abierto, coloque la corona en su lugar, manteniéndola presionada por lo menos 2 minutos. En algunos casos el pegamento podría dañarle la lengua o causarle un ligero envenenamiento, si es que no se traga antes la pieza que quedó mal adherida, pero se evitará el molesto viaje al dentista y quedará en condiciones de seguir comiendo tostado y cueros de chancho mientras ve la novela o el partido sonriendo de cuando en cuando.
4º Verrugas: frote sobre la zona afectada la parte interna de una cáscara de plátano, luego de haberla golpeado en el techo. A continuación, tire la cáscara por encima de su hombro izquierdo sin mirar atrás y listo. Esta alternativa tiene la virtud del misticismo superchero y la capacidad de ahorrarle dinerales en tratamientos dermatológicos y, al mismo tiempo, hará sentir útil a su abuela por el sabio consejo.
5º Huelga general indefinida: comprometa un cincuenta por ciento de incremento salarial con indexación al dólar, cuya vigencia se iniciará a partir de la siguiente gestión de gobierno. Para tales efectos, con mucha pompa y solemnidad, firme un acuerdo en el mismo edificio de la COB.
A pesar de la especificidad de las recomendaciones para la solución de todo tipo de problemas, es suficiente recordar algunas reglas de oro. Por ejemplo, antes de someterse a una costosa operación o tratamiento consulte a algún conocido que haya padecido de un mal similar o acuda a su callawaya de cabecera. Cuando todo haya fallado, incluyendo la uña de gato, y si aún no es muy tarde, visite al especialista.
Si se trata del auto no se preocupe, pues los guiñadores se reconstruyen, las juntas se rellenan, las llantas se recauchutan, los tableros se reacondicionan y las piezas faltantes se adaptan de Toyota. Y es que casi siempre todo tiene una solución fácil, rápida y barata, pero no estructural.
A pesar del notable ingenio criollo, en esos pequeños detalles se aprecia un fenómeno negativo arraigado en la cultura popular, pues, más allá de las justificaciones de orden socioeconómico que se pudiera encontrar, la mayoría de las veces es evidente la escasa disposición que tenemos para solucionar los problemas duradera o definitivamente, costumbre que se manifiesta en todas las esferas de nuestra vida.
Parece que tanto a los objetos como a los problemas económicos y sociales se les da una arregladita de manera que aguanten un poco más. El problema es que pasado un tiempo, de golpe, todo comienza a derrumbarse, produciendo accidentes y desastres o desatando conflictos sociales con consecuencias insospechadas.
Mientras se le informaba al desdichado sobre el costo de una reparación que había cotizado, su rostro comenzaba a desfigurarse por la impresión; para su alivio, inmediatamente el técnico agregaba: “aunque también podríamos adaptarle alguna cosita y así sale mucho más barato jefe”, con lo que regresaron sus facciones a la normalidad.
¿Quién no ha recurrido al ingenio criollo para realizar un arreglo por ser costoso o por la simple flojera?
Aparentemente existe la práctica peculiar en nuestra cotidianidad del “hágalo usted mismo” o “repárelo por casi nada” y, ya sea por carencia o desidia, en este tipo de mañas radica la explicación de cómo un problema, cuyas secuelas pudieron haberse evitado a tiempo, llegan a las últimas consecuencias.
Quién por lo menos no ha oído sobre la aplicación de alguno de los consejos que bien podrían editarse en un troubleshooting boliviano o en un manual remendón para la solución de contingencias nacional. Seguramente muchos, pero repasemos algunas recetas:
1º Enchufes rotos: con los dedos, pulgar e índice, trence los hilos hasta conseguir una punta lo suficientemente delgada para introducir cada polo al tomacorriente. Esta alternativa en ocasiones puede producir electrocuciones e incendios, pero de hecho le ayudará a ahorrar los 2 Bs. del enchufe.
2º Puertas de mueble o ventana flojos: doble un pedazo de papel o cartón hasta obtener el grosor adecuado para introducirlo entre el marco y la puerta o ventana. Aunque el cierre no será hermético, evitará el fastidio de llamar al falluto del carpintero.
3º Rotura de corona dental: aplique generosamente la gotita en la pieza y, frente al espejo, con el hocico bien abierto, coloque la corona en su lugar, manteniéndola presionada por lo menos 2 minutos. En algunos casos el pegamento podría dañarle la lengua o causarle un ligero envenenamiento, si es que no se traga antes la pieza que quedó mal adherida, pero se evitará el molesto viaje al dentista y quedará en condiciones de seguir comiendo tostado y cueros de chancho mientras ve la novela o el partido sonriendo de cuando en cuando.
4º Verrugas: frote sobre la zona afectada la parte interna de una cáscara de plátano, luego de haberla golpeado en el techo. A continuación, tire la cáscara por encima de su hombro izquierdo sin mirar atrás y listo. Esta alternativa tiene la virtud del misticismo superchero y la capacidad de ahorrarle dinerales en tratamientos dermatológicos y, al mismo tiempo, hará sentir útil a su abuela por el sabio consejo.
5º Huelga general indefinida: comprometa un cincuenta por ciento de incremento salarial con indexación al dólar, cuya vigencia se iniciará a partir de la siguiente gestión de gobierno. Para tales efectos, con mucha pompa y solemnidad, firme un acuerdo en el mismo edificio de la COB.
A pesar de la especificidad de las recomendaciones para la solución de todo tipo de problemas, es suficiente recordar algunas reglas de oro. Por ejemplo, antes de someterse a una costosa operación o tratamiento consulte a algún conocido que haya padecido de un mal similar o acuda a su callawaya de cabecera. Cuando todo haya fallado, incluyendo la uña de gato, y si aún no es muy tarde, visite al especialista.
Si se trata del auto no se preocupe, pues los guiñadores se reconstruyen, las juntas se rellenan, las llantas se recauchutan, los tableros se reacondicionan y las piezas faltantes se adaptan de Toyota. Y es que casi siempre todo tiene una solución fácil, rápida y barata, pero no estructural.
A pesar del notable ingenio criollo, en esos pequeños detalles se aprecia un fenómeno negativo arraigado en la cultura popular, pues, más allá de las justificaciones de orden socioeconómico que se pudiera encontrar, la mayoría de las veces es evidente la escasa disposición que tenemos para solucionar los problemas duradera o definitivamente, costumbre que se manifiesta en todas las esferas de nuestra vida.
Parece que tanto a los objetos como a los problemas económicos y sociales se les da una arregladita de manera que aguanten un poco más. El problema es que pasado un tiempo, de golpe, todo comienza a derrumbarse, produciendo accidentes y desastres o desatando conflictos sociales con consecuencias insospechadas.
El Diputado tiene quien le describa
Fabrizio I. Mariaca
Caminaba por la Plaza Murillo ojeando los periódicos y los libros piratas en los puestos; de repente, entre las obras de un tal García Márquez, llamó mi atención el título “El coronel no tiene quien le escriba”; me dio pena el pobre hombre y hasta pensé en escribirle. No pude comprar el libro, pues mi condición de desempleado me impedía ese tipo de lujos. Como el tiempo me sobraba, vagaba por el kilómetro cero de la ciudad buscando la vida.
Al girar y toparme con el imponente Palacio Legislativo, me invadió la necesidad de satisfacer de una vez por todas la curiosidad sobre la forma de trabajo de los Padres de la Patria. Quizás los encontraría haciendo leyes para generar nuevas fuentes de empleo o discutiendo soluciones a la crisis de nuestro golpeado país. Así, curioso y esperanzado, me dispuse a ingresar al Parlamento a ver la sesión extraordinaria que se llevaba a cabo en ese momento.
Una vez en el hemiciclo, percibí un suave efluvio que contrastaba drásticamente con el aroma que uno espera en tan elegantes y solemnes instalaciones. ¡¡Uyyyyyy!!, me dije, así debe oler un guante de boxeador en el décimo asalto o la entrepierna de un ciclista en la etapa final del tour de Francia. Como especulaba en voz alta, un hombre que estaba a mi lado tuvo a bien informarme que ese era la fragancia multiétnica y pluricultural by Democracy, explicación que me dejó totalmente satisfecho.
Sorprendentemente casi todos los diputados habían asistido y se hallaban ubicados en sus respectivos curules, aunque realizando las más diversas actividades. Uno de ellos masticaba la hoja conocida como millonaria o milenaria -dependiendo del punto de vista, oficialista u opositor, con el que analice la coca; un grupo comía pasankallas e ispis; otro tomaba café con llauchas e, incluso, algún Honorable trasnochado con cara de huevo poeta bostezaba y cabeceaba.
Un hombre alto y blanco que supongo era de la bancada cruceña, aunque no estoy seguro porque no lo oí hablar en inglés, había puesto los pies en remojo dentro de un bañador, tal vez para poder raspar sus callos más fácilmente. No faltó aquel que, prescindiendo de la popular Match 3 -seguramente por ser un producto de las perversas transnacionales- había optado por un método endógeno: dos monedas de un boliviano para eliminar la rala barba de su mentón pelo por pelo para así quedar presentable para cualquier posible entrevista en la televisión.
En la testera un diputado encorbatado con voz enérgica y sin bajar el dedo índice, y levantando de cuando en cuando el medio, ejercitaba la más orlada retórica en un speach de una hora y media en exquisito castellano cuyos sujetos centrales eran, a mi modesto entender, las señoras madres de opositores y líderes de movimientos sociales.
Inmediatamente, un parlamentario airadamente calificaba al disertante como k’ara mentiroso y amenazaba con poner en práctica el plan “Ratón Cerebro” para bloquear las carreteras, cercar La Paz en la siguiente semana y, si era posible, tratar de conquistar el mundo.
Al calor de la discusión aparecieron ondas, cachiporras, palos y cerbatanas con dardos envenenados. Volaban por el Parlamento dentaduras postizas y permanentes; a las paredes salpicaban borbotones de sangre, dientes de oro y acullicos enteros. Ni en la boca de un camionero ebrio había oído tan sofisticados vituperios; la alocuciones a las madrecitas eran lo menos fuerte que se decía.
A pesar de todo el alboroto, noté que ante mis ojos se desarrollaba un espectáculo democrático, porque en ese escenario se apreciaba la posibilidad de disenso que sólo el gobierno del pueblo permite. Se discutía cómo los unos podrían abrogar o derogar a los otros.
Sin lugar a dudas la sesión era extraordinaria, aunque estaba protagonizada por los más ordinarios representantes.
Finalizada la sesión y controlado el pugilato que había ignorado por completo al noble marqués de Queensberry y ni que decir del reglamento de debates, me puse de pié más satisfecho que pre-púber salido de cine pornográfico. Por eso decidí que desde ese día utilizaría el tiempo que me sobraba para escribir las crónicas del Parlamento.
Caminaba por la Plaza Murillo ojeando los periódicos y los libros piratas en los puestos; de repente, entre las obras de un tal García Márquez, llamó mi atención el título “El coronel no tiene quien le escriba”; me dio pena el pobre hombre y hasta pensé en escribirle. No pude comprar el libro, pues mi condición de desempleado me impedía ese tipo de lujos. Como el tiempo me sobraba, vagaba por el kilómetro cero de la ciudad buscando la vida.
Al girar y toparme con el imponente Palacio Legislativo, me invadió la necesidad de satisfacer de una vez por todas la curiosidad sobre la forma de trabajo de los Padres de la Patria. Quizás los encontraría haciendo leyes para generar nuevas fuentes de empleo o discutiendo soluciones a la crisis de nuestro golpeado país. Así, curioso y esperanzado, me dispuse a ingresar al Parlamento a ver la sesión extraordinaria que se llevaba a cabo en ese momento.
Una vez en el hemiciclo, percibí un suave efluvio que contrastaba drásticamente con el aroma que uno espera en tan elegantes y solemnes instalaciones. ¡¡Uyyyyyy!!, me dije, así debe oler un guante de boxeador en el décimo asalto o la entrepierna de un ciclista en la etapa final del tour de Francia. Como especulaba en voz alta, un hombre que estaba a mi lado tuvo a bien informarme que ese era la fragancia multiétnica y pluricultural by Democracy, explicación que me dejó totalmente satisfecho.
Sorprendentemente casi todos los diputados habían asistido y se hallaban ubicados en sus respectivos curules, aunque realizando las más diversas actividades. Uno de ellos masticaba la hoja conocida como millonaria o milenaria -dependiendo del punto de vista, oficialista u opositor, con el que analice la coca; un grupo comía pasankallas e ispis; otro tomaba café con llauchas e, incluso, algún Honorable trasnochado con cara de huevo poeta bostezaba y cabeceaba.
Un hombre alto y blanco que supongo era de la bancada cruceña, aunque no estoy seguro porque no lo oí hablar en inglés, había puesto los pies en remojo dentro de un bañador, tal vez para poder raspar sus callos más fácilmente. No faltó aquel que, prescindiendo de la popular Match 3 -seguramente por ser un producto de las perversas transnacionales- había optado por un método endógeno: dos monedas de un boliviano para eliminar la rala barba de su mentón pelo por pelo para así quedar presentable para cualquier posible entrevista en la televisión.
En la testera un diputado encorbatado con voz enérgica y sin bajar el dedo índice, y levantando de cuando en cuando el medio, ejercitaba la más orlada retórica en un speach de una hora y media en exquisito castellano cuyos sujetos centrales eran, a mi modesto entender, las señoras madres de opositores y líderes de movimientos sociales.
Inmediatamente, un parlamentario airadamente calificaba al disertante como k’ara mentiroso y amenazaba con poner en práctica el plan “Ratón Cerebro” para bloquear las carreteras, cercar La Paz en la siguiente semana y, si era posible, tratar de conquistar el mundo.
Al calor de la discusión aparecieron ondas, cachiporras, palos y cerbatanas con dardos envenenados. Volaban por el Parlamento dentaduras postizas y permanentes; a las paredes salpicaban borbotones de sangre, dientes de oro y acullicos enteros. Ni en la boca de un camionero ebrio había oído tan sofisticados vituperios; la alocuciones a las madrecitas eran lo menos fuerte que se decía.
A pesar de todo el alboroto, noté que ante mis ojos se desarrollaba un espectáculo democrático, porque en ese escenario se apreciaba la posibilidad de disenso que sólo el gobierno del pueblo permite. Se discutía cómo los unos podrían abrogar o derogar a los otros.
Sin lugar a dudas la sesión era extraordinaria, aunque estaba protagonizada por los más ordinarios representantes.
Finalizada la sesión y controlado el pugilato que había ignorado por completo al noble marqués de Queensberry y ni que decir del reglamento de debates, me puse de pié más satisfecho que pre-púber salido de cine pornográfico. Por eso decidí que desde ese día utilizaría el tiempo que me sobraba para escribir las crónicas del Parlamento.
Como dije en la mañana, y ante el aburrimiento, había sentido pena por la soledad del pobre coronel del libro, al extremo de pensar en escribirle. Pero después de mi aventura en el Parlamento decidí no hacerlo. Mi vocación sería, en adelante, lograr que los diputados tengan quien les describa aunque el coronel no tenga quien le escriba. Así lo exigía la altura de las circunstancias.
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