A la hora boliviana

Fabrizio I. Mariaca G.

Las personas se rigen por prácticas, usos y costumbres que difieren de sociedad en sociedad a causa de las particularidades propias de cada cultura y contexto. Por ello, normas de estricto cumplimiento para ciertas sociedades pueden ser simples enunciados insignificantes para otras. Y es que la experiencia nos obliga a imaginar que ese es el caso de la puntualidad en Bolivia, que ha terminado por institucionalizar en varios casos y escenarios la indiferencia hacia el artificio del tiempo mensurado en unidades de horas, minutos y segundos.

De entre varias experiencias típicas de plantón, recuerdo particularmente una en la que a la hora acordada para una cita pactada a las tres, esperaba en una de las más céntricas y concurridas esquinas del centro de nuestra ciudad. Al cabo de diez minutos imaginaba que mi contraparte para el encuentro iba a demorar su arribo en estricta observancia a “la hora boliviana”, desconsideración, desde mi perspectiva, enraizada en nuestras más comunes pautas de relacionamiento cotidiano y ausente de todos nuestros códigos de etiqueta.

Al cabo de veinte minutos durante los cuales observaba el reloj repetidamente, y tras reflexionar sobre la puntualidad, empezaba a considerar que el desubicado era yo por iluso, mestizo occidentalizado, xenófilo, admirador de los hábitos europeos colonizantes y de la banal tecnología suiza capitalista. Así pasaba por mi mente lo trillado de la puntualidad británica y lo infructífero de la evolución de la tecnología de relojes y cronómetros, pues resultaba a todas luces más efectivo el desarrollo del buen “cuello” para cavilar las más innovadoras excusas que se estila utilizar para disculpar delicadamente los retrasos de hora para arriba.

Alrededor de la media hora seguía aguardando inmóvil con la sensación de mimetizarme con el paisaje y el ornamento público, temiendo que por tal situación cualquier peregrino demarcara como su domino mi humanidad.

Como no tenía más opción que esperar, pensando en varios temas relacionados a la espera pude comprender cabalmente la relatividad del tiempo planteada por Einstein, pues entendí que la percepción de paso de las horas depende o es relativa al tipo de vivencia. El tiempo vuela cuando, por ejemplo, se recibe un reconocimiento honorífico, especialmente en la parte del discurso donde, como ocurre muy pocas veces en la vida, le exaltan a uno las inmensas cualidades, los asombrosos logros y la rancia prosapia. Mientras, por el contrario, la vida pasa como en cámara lenta en la fila para cobrar el Bonosol.

De la reflexión sobre filosofía, ciencia y tecnología, pasé a ejercitar la imaginación para matar el tiempo. Así, entre la muchedumbre observaba personas, intentando hallarles parecido con objetos de la cotidianidad. Tal era mi fijación con la hora que a una señora de nariz fina y alargada, con pronunciados pabellones auditivos, de inmediato la asemejé a una tetera, utensilio indispensable para la conocida tradición británica del té, caracterizada por su puntualidad. A continuación ubiqué un hombre alto, delgado, de constitución rectangular, con cara redonda y bigote que portaba un poco común sombrero con forma cónica, a quien relacioné inmediatamente con la célebre torre del Big Ben, icono de la puntualidad inglesa. Con esa cara esférica y el puntiagudo mostacho, similar a un par de manecillas en posición horizontal, parecía un reloj marcando las 3:45 que, dicho sea de paso, era la misma hora que daba a esas alturas mi reloj.

Cuando la actitud obsesivo-compulsiva respecto al tiempo y a la puntualidad ponían en riesgo mi salud mental, aparecía a lo lejos, parsimonioso, a quien podría reprocharle el haberme quitado poco menos de una hora de vida o quizá, desde otra perspectiva, al que debía agradecer el bronceado obtenido con los más poderosos ultravioleta del altiplano y, especialmente, por el aprendizaje de una gran lección de vida que desde entonces me aconsejaba considerar en el tiempo con 60 minutos de relatividad.

No le dije ni me dijo nada, pero mientras intercambiábamos las prácticas protocolares del saludo y atención a la familia no pude dejar de pensar que como dato adicional para Einstein, la relatividad del tiempo estaba condicionada también a la hora boliviana.

El q’encherío

Fabrizio I. Mariaca G.

A diario se escuchan alusiones al q’encherío para referir aquella racha de mala suerte o fatalidad que despierta temor en propios y extraños, especialmente en quienes creemos que aquello es sólo una justificación metafísica para los peores defectos personales.

Según la arraigada creencia transmitida seguramente por nuestros respetables tatas, ciertas acciones cotidianas que aparentemente no encierran invocación maligna alguna como dejar la tijera o la cartera sobre la cama, barrer de noche, usar o conservar enseres o prendas t’antas (viejas), pasar debajo de una escalera, abrir el paraguas dentro de la casa, meterse con mujer casada, cruzarse en el camino con el mítico gatito negro, etc, desencadenan una reacción sobrenatural capaz de ocasionar la pobreza, la muerte, la enfermedad y un indeterminado e inimaginable número de desgracias.

Difícil contener la sonrisa al recordar a la señora relativamente joven y sana que desde tiempos inmemoriales carece de actividad laboral y, por su puesto, de ingreso económico alguno pero que encima es capaz de decir: “¡ayyyy!, qué estoy haciendo, mejor levantaré la cartera de la cama porque es q’encha y después no voy a tener plata”, sin darse cuenta que en todo caso debería ponerse a trabajar independientemente de dónde deje la cartera. Como si la previsión de quitar el bolso de la cama fuera a erradicar su flojera o a solucionar los problemas estructurales de su vida.

Es motivo de carcajada rememorar a aquel buen caballero de edad madura que alega: “yo no hago esto ni el otro porque es q’encha”, procurando, a pesar de vestir calzones remendados con manchas de dudosa procedencia, mantener pose de elegancia y sabiduría, siendo que en la realidad su comportamiento es regido por la desidia, la mediocridad, la deshonestidad que se reflejan en un notable historial criminal, en el rechazo familiar y en el cúmulo de fracasos que ha tenido en su vida. Seguramente si, en vez de evitar realizar acciones ligadas a la superchería, erradicara las taras de su comportamiento y personalidad, haría del tiempo suplementario de su existencia algo más agradable y portaría mejor ropa interior.

Resulta hasta trillado oír a un apesadumbrado individuo los peores presagios por haberse cruzado en el camino con un inocente felino de negro pelaje, criatura para algunos desagradable pero definitivamente inocente de que gente mugrosa deje semanas la basura en el patio causando, lógicamente, la concurrencia de delegaciones de gatos de todos los tamaños y colores cuyo modus vivendi, lejos de consistir en atraer la desgracia, radica en aprovechar los suculentos desperdicios depositados en aquel tacho destapado.

No es extraño que quien por descuido y no por necesidad sea capaz de andar con la ropa raída y sucia, haya descuidado también los demás aspectos de su vida como el trabajo e incluso la familia; nada raro que quien establezca una relación adúltera tenga una moral dudosa en todo ámbito. Tanto la flojera como la inmoralidad tienen, naturalmente, que expresarse negativamente en el quehacer general y cotidiano de este tipo de personalidades, cosa que, por supuesto, impedirá que les vaya bien sin importar si se cruzan con una pantera azabache o si dejan cartera y tijera en el techo e incluso si abren el paraguas dentro del refrigerador, pues todo se resume al efecto de sus acciones.

El q’encherío no es otra cosa que el resultado de la desidia y la negligencia de la gente, que a veces se hace visible en pequeños detalles como en la imprudencia de pasar bajo una escalera, limpiar la casa a cualquier hora o no preocuparse por la higiene básica de nuestra persona y del hogar.

En situaciones donde no se puede achacar el fracaso a la ideología neoliberal, al centralismo perverso, al municipio ineficiente, a la inflación, a la cultura autoritaria, al modelo económico o a Chávez, le tiras todo al q’uencherio. Total, somos inocuos ante esa fuerza malvada que arbitrariamente frustra nuestras aspiraciones y sueños; no es nuestra culpa, sólo estamos q’uenchachados.

Sea como fuere, es mejor terminar el análisis aquí, porque puede ser q’encha reflexionar sobre estas cuestiones triviales en horas de oficina, particularmente cuando ello si es capaz de causar desempleo, pobreza, alcoholismo e incluso indigencia.